Hombre Montaña

Te odio.

Por aquello que escapa al control que necesito mantener sobre lo que comparece a mi alrededor.

Porque yaces a mi lado firmando un cuadro llamado “Ironía” que estoy obligado a contemplar hasta que me sangran los ojos.

Porque en lo más alto del cielo, el pastor de marionetas se regocija con cada duda que gesta entre mi convicción, que creía férrea, y que resulta ser desastrosa y endeble.

Ceder a tus abrazos es someterse a una caída en picado en la que adviertes desde el principio lo que te espera al alcanzar el abrupto final. Frustrante. Como tratar de cruzar una puerta cuya puerta de cristal invisible no se abre, y te das de bruces una y otra vez, sin poder tomar otro camino.

Porque cada vez que me pierdo en el verde de tus ojos, tan lejanos y serenos, cae mi propio muro de Berlín, cacho a cacho, y dentro de mí ser se suceden incontables cantidades de sensaciones, una detrás de otra, entre las que solo alcanzo a distinguir la ilusión y el miedo.

Cada segundo en el que me regalas tu presencia, fluyen mareas de divina imaginación. Sobran los detalles que quiero enmarcar sobre un papel.

Te odio por la incitación a lo irracional que desatas en mí, por las locuras que estoy dispuesto a cometer. Por romper la lógica de mi filosofía existencial y robar mi esquema vital. Por hacerme sentir más vivo de lo que quiero o debo.

Eres el personaje que aparece en el último acto de esta obra, y que provoca el giro inesperado que desemboca en el final magistral. El público más exigente está aplaudiendo, y esperan la reverencia.

Te odio porque intuyes todo esto. Reflexionarás sobre lo que significa “fugaz” a metros de altura, muy por encima de esta tonta aureola de desasosiego que levita sobre mi infumable raciocinio.

Te odio porque, pasado un tiempo, habrá momentos en los que, quién sabe por qué, te acordarás de mí. Yo por mi parte evocaré uno de tus besos cuando me sienta solo, y procuraré armarme hasta los dientes para que no me derribe la ola.

Pero sobretodo, te odio a ti, estúpido y sobre-valorado Corazón, que pretendes ser llamado el talentoso designio de la felicidad que buscamos, y no eres más que un sucio y taimado traidor. ¿Yo te pedí que arrancases mis cortinas? Y aún así vas y lo haces.

Te odio.