Cámaras

Me da miedo admitirlo, pero algo falla en el mundo. Somos demasiadas cabezas cuando me desplazo en transporte público. Todas las mañanas me levanto para ir a clase, y si me lo permiten las legañas, me estremezco fijándome en las soberanas expresiones de la gente.

[caption id=“” align=“alignright” width=“260” caption=“¿Credo del futuro?“][/caption]

Trajes, faldas, corbatas, bolsos, maquillaje… No importa. A todos se les nota. A todos se nos nota. Vamos al trabajo, vamos a la escuela, a las oficinas de la Seguridad Social… ¿Importa acaso? Claro que no. Pero las circunstancias me regalan escalofríos de primera calidad.

Quizá todo esto venga de que hace poco re-leí el clásico de Orwell, en la que, según él, su gran inspiración fue el propio estado democrático en el que vivimos, en sus años más oscuros. Mil novecientos ochenta y cuatro (1984), relata la historia de un obrero del “Partido” que se atreve a pensar en algo más que la rutina proletaria y la falsa propaganda informativa de la sociedad militarizada y controlada en la que vive, y lucha, al menos en su cabeza, contra el Gran Hermano y el Sistema.

¿Por qué, pensaréis algunos, me da por pensar ésto en el metro? Pues bien, todos hacemos el sacrificio por las mañanas (por obligación, así que de sacrificio…) de madrugar, de ducharnos, vestirnos, prepararnos… Nos montamos en el bus, en el metro… Y cada uno se dirige a un destino. Somos máquinas. Esclavos. No nos cuestionamos nada de lo que hacemos, y si logramos percatarnos, siempre ponemos de excusa aquella famosa frase, “De algo hay que vivir” o “¿Quién te va a dar de comer si no?“, con la que, desgraciadamente, debo estar de acuerdo.

No soporto a los que van con prisa, entre los cuáles alguna vez me he incluido; que empujan, aceleran, meten quinta, toman la horquilla cerrada, esquivan a uno, a otro; hacen la recta con mejor tiempo y toman atajos en los que si pueden, adelantan por el interior al otro competidor. No hay podio para nosotros, chicos y chicas.

[caption id=“” align=“alignleft” width=“250” caption=““War is Peace”“][/caption]

Ir por las escaleras mecánicas del metro me evoca la siempre o casi siempre perfecta cola de producción en masa de una fábrica. Nadie habla con nadie; cada individuo tiene sus problemas. Nadie se preocupa por nadie. Si se tropieza ese marroquí, con todo el respeto por Marruecos, mala suerte, pues el jefe nos va a echar la bronca por esos cinco minutos de más pegados a las sábanas.

Subes hasta la superficie, después de sufrir los terribles olores corporales concentrados en un vagón, las toses, los quejidos, murmullos, pañuelos de papel cumpliendo su cometido, y pasas por la sala de seguridad. “Más de mil cámaras velan por su seguridad”, pero me vuelve a la mente G. Orwell y su retorcida mente (Que no fue la única de la época).

Tendemos a una triste globalización, mientras nos cargamos la corteza terrestre y lo que no es la corteza. Suprimen nuestros derechos y libertades con la excusa de que ofenden al honor (¿Desde cuándo la libertad de expresión y de opinión debe estar sumisa al relativo honor de las personas de carne y hueso, o de instituciones?). Se nos imponen normas morales de conducta, que siempre son de “sentido común”. En el último mes he sido quinqui, pirata, guarro e irresponsable, a partes iguales. Me río cuando leo en la prensa sensacionalista que un conductor de grúa clama contra los sindicatos, esos queridos desconocidos por mi generación.

Más de mil cámaras velan por nuestra seguridad; más de mil cámaras velan por la seguridad de que todo vaya según lo planeado. Estremecedor.

[caption id=“” align=“aligncenter” width=“400” caption=“¿Os suena?“][/caption]