A las seis...
Contacto cara a cara entre la selva gris y yo. Subido en un autobús rojo, de fétido olor. Podría enumerar lo que percibo durante toda una noche y me dejaría millones de cosas.
Whitesnake y su “Still of the Night” se han convertido en tradición en estos paseos que rozan la mañana. Acompasando el estiercol que suponen las vidas que me rodean, y que narices, la mía también.
Los bebidos machitos comentan sobre pobres muchachas que de pobre seguramente tengan poco. El conductor comparte su frustración con un compañero por la ventana, con un tono de asco y rabia: le han vomitado justo en la entrada del vehículo. Suben dos rechonchos y negligentes mercenarios de alguna empresa de seguridad privada, con su mano en la porra, su sonrisa de falsa confianza en ellos mismos, y sus muecas de desprecio hacia todo aquel que no lleve el parche de su gremio cosido en el hombro de la chaqueta.
Comentan con efusividad lo que piensan sobre los tipos con pelo largo; sobre lo que ellos llaman Rock; sobre lo que jamás llegarán a ser. Y asumiendo ésto mismo, acometen contra lo que escapa a su control. Patético es demasiado subjetivo y duro para el párrafo.
Suben mujeres. Chaquetitas de lana negras que llegan hasta las rodillas. Medias oscuras, quizá con algún agujero que intentaron tapar en los baños de algún garito un par de horas antes. El maquillaje y el sudor nunca harán buena mezcla. Pero ellas saben que a las seis de la mañana, todo vale. Miran al fondo del autobús, como una modelo que desfila por una pasarela. Toda esquina ha sido pasarela para ellas esta noche. Y ellas saben que siempre tendrán público.
Una tras otra van pasando, acrecentando mis ganas de bostezar sin taparme la boca, abriéndola todo lo posible: a ver cuantos centímetros de mi campanilla pueden admirar. Miro la ventana. Sí. Soy yo. Es mi reflejo. Ojos hundidos, entradas que te señalan y te dicen “Ni tu padre ni tú os libráis”, labios cortados, barba de dos días, la nariz roja y congestionada. ¿Quién dijo aquello de que a las seis de la mañana todo valía?
Festival de luces verdes que se mueven como mínimo a ochenta kilómetros por hora en pleno centro urbano. Arquetipo de la ignorancia a sabiendas. Se les suele llamar en el vocablo común, Pesetors. En cuanto el gigante donde voy montado ruge, se desvela lo que mañana (hoy), será noticia en los periódicos sensacionalistas. Una de esas luces verde se apagó en las aguas de la fuente de la diosa Cibeles. Digna mención al wanna-be de especialista “Stunt-Movie”. Se oye comentar levemente como lo hizo en defensa de, ¿que se yo?, seguramente un Opel Corsa lleno de veinteañeros ebrios que se cruzó por delante. No me interesa lo más mínimo. Cosas más importantes como meterme en la cama hasta la hora de comer suenan más excitantes y rocambolescas.
Una parada. Otra. Otra más. Pasan ambulancias pa’quí y pa’llá, recitales como los de los megáfonos de las fiestas de los pueblos que te piden preferencia para poder atender a otros tantos ebrios en otras tantas zonas. Es sábado y son las seis de la mañana. Todo vale. Incluso en plena Gran Vía, a la altura de Chueca, un cartón con latas de cerveza a un coste de cuatro o cinco euros es escenario de un espectáculo más. El pobre asiático que intenta ganarse la vida vendiéndolas, está siendo atacado por un rubio con… el brazo escayolado. Puede que sea al revés, pensaréis. Las películas vuelven a quedar en evidencia, ya que las artes marciales no parecen formar parte del embrollo. El público hace sus apuestas cinco metros más arriba. Dos ambulancias paradas deciden tratar de apaciguarles. Pero hace frío. Hay que ponerse el abrigo, el chaleco refractante, y eso lleva tiempo. Un tiempo precioso en este caso, ¿no?
Una parada. Otra. Otra más, de nuevo. Gente que sube y que baja. Machitos que siguen cantando himnos. Tíos con bufanda y capucha misteriosos. Solo podrás fijarte en sus ojos. Completamente blancos, muertos. Mañana no sabrán como llegaron a casa. Las baterías de los móviles de las chicas empiezan a flojear. Tranquila Martuky, podrás mandarle un mensaje privado por internet mañana (hoy), si se acuerda de ti y de las otras cinco que habrá conocido. El conductor apura los cambios de marcha todo lo que puede. Me siento identificado con él. El calor del hogar es el calor del hogar en esos putrefactos momentos.
Parejas por la acera de la mano. Algunas paran en una esquina y se besan. Otras se conocieron en esa misma calle, y negociaron los términos. Otras se casarán sin separación de bienes, por lo que les grito un “¡Hurra!“ mental… Grupos de tíos de distintas culturas. Pantalones rojos y apretados que desgastan sus partes, chupas de cuero negras con ribetes, gorras de visera formato XXXXL en comunión con los pantalones de Obelix, camisas tintadas del mejor “Rioja” de los ultramarinos… Y llego a la sagaz conclusión de que es hora de mirar una vez más mi reflejo en el cristal, y presionar el botón de PARADA.
¡Qué frío! ¡Debo ser fuerte, solo son unos pocos pasos más para llegar sano y salvo desde Alcalá de Henares! Toco el telefonillo, con un dedo entumecido al borde de la necrosis. Subo los escalones como en aquella escena de Rocky, cojo el ascensor; procuro que el puñetazo al número tres sea seco y contundente, o podría terminar mi odisea en la séptima planta; y cruzo el pasillo hasta el oscuro y tenebroso montacargas. Me escurro en las sombras que me susurran: “Fantaaaaaaasmaaaaaaa…”, y como tal, aparezco por obra y gracia del ¿Señor? en mi cuarto. Misión cumplida, he sido capaz de no escuchar ruidos de coitos o gente desnuda vistiéndose por la escalera, ni me he quedado pegado en alguna baldosa llena de cubatas esparramados secos, ni un grupo de borrachas me ha pedido que me una a coro con ellas a cantar el cumpleaños feliz a aquella que ya está a trescientos metros de distancia.
Y mientras escribo ésto, ciertamente inspirado, miro mi cama con deseo. Sí. Deseo que estuviese mejor hecha, pero también la adoro con un ímpetu de animal en celo. Las comisuras de las puertas y ventanas, permiten saludar al tono azulado-grisáceo de la mañana gélida e impaciente. Mientras termino de apuntar ésto para el recuerdo, y guardo la pluma negra en el bolsillo de la chupa, coches de policía y ambulancias truenan la Plaza de España. Más muchachos y muchachas ebrias ríen, lloran, cantan, tiran sus vidas por la borda o se convierten en Gandi… Y aquí llega la frase monumental para cerrar, que tan épica queda, y que muchos estaréis esperando:
En la Selva Madrileña un sábado… “A las seis de la mañana todo vale”.